Cuando el deseo aprende a encogerse

Hay épocas en las que el deseo se expande como una llama: quiere más mundo, más experiencias, más viajes, más bienes. Así fue el sueño de ascenso de la clase media española durante décadas, cuando se naturalizó la segunda residencia, las escapadas de fin de semana y el turismo como horizonte vital. Pero hoy, en un contexto de inflación persistente, salarios estancados y encarecimiento de la vida urbana, asistimos a un giro inesperado: el deseo se repliega.

No se trata de un repliegue voluntario ni de una iluminación moral colectiva, sino de un mecanismo mucho más sutil: la adaptación psicológica a la escasez. Lo que en otro tiempo fue anhelo se redefine como irrelevante. La renuncia se camufla de virtud. Este fenómeno, que los sociólogos llaman preferencias adaptativas, consiste en domesticar la frustración convirtiéndola en relato ético: si ya no puedo viajar, descubro que “en realidad no me gusta viajar”; si no alcanzo la vivienda deseada, la vida de barrio se vuelve un valor “auténtico”; si la segunda residencia es imposible, el sofá y la manta se celebran como epítome del “bienestar slow”.

El problema no es la austeridad en sí misma. Vivir con menos puede ser un camino de lucidez. El problema aparece cuando la necesidad se disfraza de elección libre, cuando la narrativa pública transforma la pérdida en estilo de vida y la escasez en moda. Lo que antes fue imposición ahora se declama como virtud estética. Así se gesta la paradoja: lo que parece un nuevo valor cultural no es más que una defensa del deseo sitiado.

Aquí interviene otro concepto clave: la privación relativa. No nos mide el vacío absoluto, sino la distancia respecto a quienes tomamos como referencia. El malestar no surge porque falte todo, sino porque lo que ayer era posible —y aún lo es para otros— ahora se vuelve inaccesible. La comparación erosiona la aceptación. Lo que los padres disfrutaron como conquista de clase —viajes, restaurantes, propiedad— se convierte en nostalgia de los hijos, que aprenden a encoger sus expectativas con resignación.

En este proceso, la clase media despliega un talento notable: la resignificación simbólica. Se recubre la renuncia con un lenguaje de autenticidad: reparar en lugar de consumir, quedarse en el barrio como gesto ético, redescubrir el pueblo como si fuera exotismo sostenible. Pero esta capa estética no logra borrar la sensación subterránea de pérdida. La virtud proclamada convive con la herida callada. Y tarde o temprano, el disfraz se cuartea.

Este mismo mecanismo se refleja en los ciclos urbanos. Lo que empieza como una reivindicación de lo popular pronto atrae capital, gentrificación y expulsión. El barrio que se proclamaba como refugio de autenticidad se convierte en símbolo de lo inaccesible, y el ciclo se repite en otro lugar. La vida de clase media oscila entre la nostalgia de lo perdido y la estética de lo aún habitable, siempre persiguiendo un “auténtico” que huye al mismo ritmo que suben los precios.

¿Dónde nos deja todo esto? En una encrucijada cultural. Podemos seguir reduciendo el deseo hasta que solo quepa en el sofá, transformando cada carencia en relato ético, o podemos asumir que esta domesticación del anhelo encierra un peligro mayor: normalizar que vivir con menos no es una elección libre, sino una imposición económica. La virtud sitiada termina volviéndose una cárcel invisible, donde ya no soñamos con lo que falta, sino que aprendemos a desear únicamente lo que todavía está al alcance.

El verdadero reto no es hacer de la necesidad virtud, sino preguntarnos hasta qué punto esta virtud no es solo un eco de la escasez. Tal vez la libertad consista en mantener vivo el deseo incluso cuando el mundo lo limita, en no dejar que la carencia defina lo que somos. Porque si el deseo se apaga por completo, no quedará ni virtud ni escasez: solo un vacío perfectamente adaptado.