La limpieza que ensucia

En el gesto político de expulsar a los sin techo de una ciudad se oculta un principio inquietante: la creencia de que los problemas desaparecen si se ocultan de la mirada. La medida no erradica la pobreza ni la marginalidad; solo desplaza la incomodidad visual a otro lugar, como si la miseria fuera una mancha que pudiera barrerse bajo la alfombra de la geografía.

Esta lógica revela una paradoja moral: quienes afirman proteger el orden social lo hacen suprimiendo a quienes más necesitan de ese orden para sobrevivir. Se confunde la estética de la ciudad con la ética de la convivencia, y la política se convierte en escenografía, donde lo importante no es resolver, sino mostrar un escenario libre de “imperfecciones humanas”.


Pero al expulsar a los más vulnerables se erosiona silenciosamente el pacto social. Si la dignidad se condiciona a la capacidad de pagar por un espacio en el que existir, la ciudadanía deja de ser un derecho universal para convertirse en un privilegio territorial. Así, la ciudad no solo se vacía de pobres, sino también de su propia alma: la de un lugar donde diferentes vidas, historias y fragilidades pueden coexistir.

A largo plazo, esta lógica del “traslado” tiene consecuencias invisibles pero profundas. Refuerza la idea de que los problemas humanos son una cuestión de ubicación, no de estructura; que la compasión es un lujo prescindible; que la democracia puede permitirse zonas ciegas donde el dolor no incomode. Cuando una sociedad normaliza esa mirada selectiva, la exclusión deja de ser un accidente para convertirse en un hábito.

Tal vez el verdadero desafío no sea limpiar la ciudad, sino limpiar nuestra conciencia de la creencia de que la justicia se mide por lo que se ve, y no por lo que se esconde.