No vivimos en una única realidad, sino en una superposición constante de dos planos que rara vez se solapan con exactitud.
La realidad empírica es la materia prima de la existencia: aquello que sucede aunque nadie lo observe, aunque no haya testigos ni relato que lo consigne. Es la vibración de un átomo, el curso de un río, la trayectoria de un meteorito. Es el territorio de los hechos que pueden ser pesados, medidos o fotografiados. En ella, las palabras no tienen poder alguno; la lluvia cae con la misma intensidad aunque no haya quien la nombre.
La realidad discursiva, en cambio, es el territorio del sentido, el lugar donde los hechos se transforman en historia, advertencia, celebración o condena. Aquí el lenguaje no solo describe: decide qué merece recordarse y cómo debe recordarse. Es un plano donde las verdades se negocian, se moldean y, en ocasiones, se sustituyen.
Ambas realidades se necesitan, pero no son equivalentes. La empírica ofrece la certeza de lo que ocurrió; la discursiva, la interpretación que guiará nuestras decisiones. Un mismo hecho puede convertirse, según la mirada que lo narre, en prueba de progreso o en signo de decadencia. Un dato estadístico puede ser la confirmación de una recuperación o el presagio de una crisis.
El peligro surge cuando la realidad discursiva no se limita a interpretar, sino que coloniza por completo la percepción de la realidad empírica. Cuando el relato se convierte en la única referencia, incluso frente a la evidencia, ya no habitamos en lo que sucede, sino en lo que otros deciden que sucede. Entonces la lluvia puede presentarse como sequía, la guerra como misión de paz, la pobreza como oportunidad, y muchos aceptarán esas versiones como si fueran hechos.
Comprender esta distinción es un acto de autodefensa intelectual. Porque lo que determina nuestras emociones, nuestras creencias y nuestras acciones no es siempre lo que ocurre, sino la forma en que nos lo cuentan… y, más importante aún, la forma en que decidimos creérnoslo.