La noticia sobre los problemas de Lockheed Martin y la aparente indiferencia de Donald Trump frente a los sobrecostes del F-35 no es un hecho aislado, sino un síntoma de una lógica más profunda: la progresiva inversión de las relaciones entre Estado y empresa. Allí donde debería existir control y exigencia, se impone la dependencia. El gobierno, en lugar de disciplinar a sus contratistas, se disciplina a sí mismo para sostenerlos.
El relato es conocido: retrasos crónicos, promesas incumplidas, cifras que se duplican y sistemas que se posponen hasta 2031. Sin embargo, la maquinaria no se detiene, porque no puede. El Pentágono está atrapado en un dilema que no es militar, sino político y económico. Romper con Lockheed significaría perder empleos en estados republicanos, erosionar la base electoral de Trump y, quizás lo más grave, reconocer públicamente que la defensa norteamericana descansa sobre pies de barro.
El caso del F-35 ilumina un aspecto que rara vez se expone: la defensa ya no protege, sino que administra dependencias. Cada nuevo contrato, cada incentivo pagado por entregas incumplidas, ahonda la sumisión del Estado a la corporación. Y en esa sumisión se refleja la paradoja de nuestro tiempo: el poder político se sostiene gracias a un gasto militar que no fortalece la seguridad, sino que perpetúa la vulnerabilidad institucional.
Si atendemos a la mirada filosófica, la escena adquiere mayor hondura. Para Bergson, el tiempo de los retrasos es vivido de manera antagónica: el contribuyente lo experimenta como pérdida, mientras la empresa lo convierte en ganancia. Whitehead lo diría de otro modo: estamos frente a un proceso que, en lugar de desplegar eficiencia, produce ineficiencias que se retroalimentan. Y Deleuze nos recordaría que lo que se juega aquí no es un contrato, sino un agenciamiento de poder: un entramado de fuerzas donde el avión es menos importante que la red de dependencias que lo sostiene.
El espejismo es claro: el contribuyente financia una promesa tecnológica que nunca llega a despegar. Y mientras tanto, el verdadero enemigo no está afuera, sino adentro, en la alianza invisible entre política y corporación. La defensa se transforma en una máscara, un relato legitimador de lo que, en el fondo, es un mecanismo de transferencia de poder y recursos hacia quienes ya lo concentran.
Quizá por eso, cada retraso del F-35 es también una metáfora del estado contemporáneo: incapaz de cortar lazos con lo ineficiente porque esos lazos son la urdimbre misma de su supervivencia política. Como decía Bauman, vivimos en una modernidad líquida, y también la defensa se ha vuelto líquida: contratos que se disuelven en sobrecostes, legitimidades que se escurren, promesas que nunca cristalizan.
La pregunta que queda en el aire es inquietante: ¿puede una potencia sostener su hegemonía cuando su aparato militar se ha convertido en rehén de su propia inercia? La respuesta, tal vez, no dependa ya de los aviones, sino de la capacidad de reconocer que la seguridad se erosiona cuando la defensa se transforma en un negocio sin fin.