Nos dijeron que la seguridad era un nuevo nombre para la paz. Que bastaría con blindar fronteras y presupuestos para dormir tranquilos. Pero la seguridad, cuando se confunde con la aritmética del miedo, no protege: reordena. Cambia el sentido de las palabras y el mapa de las prioridades. Lo urgente, como siempre, se disfraza de inevitable; lo importante, como casi siempre, llega tarde.
Europa envejece como una casa grande sin hijos en los pasillos. Las habitaciones siguen llenas de promesas, pero los recibos aumentan y el salario del hogar no crece. En el comedor, dos sillas compiten por el mismo plato: bienestar y defensa. Y cada discurso que promete alimentar a ambas sin conflicto es, en el fondo, una coreografía que aplaza la pregunta esencial: ¿quién cuida a quién en un continente cansado?
La técnica, nos recuerda Jonas, amplifica nuestra responsabilidad más que nuestra fuerza. Si elegimos armas por encima de aulas, o deuda por encima de tiempo, legamos a los jóvenes una doble herencia: menos derechos y más facturas. Foucault sabía que los regímenes de verdad no se imponen con datos, sino con umbrales: esto es “realista”, aquello es “utópico”. Gramsci lo llamaría hegemonía: la normalidad que se fabrica desde arriba y se repite desde abajo hasta parecer sentido común.
Pero el declive no es una ley; es un diseño. La entropía social no es destino, es falta de arquitectura. Podemos aceptar la gramática del recorte perpetuo o escribir otra sintaxis: productividad con dignidad, defensa con Europa —no contra Europa—, bienestar como inversión en tiempo humano. La pregunta no es si habrá menos, sino cómo haremos para que lo que quede valga más: menos ruido contable, más inteligencia distribuida; menos promesa, más vínculo.
Quizá el futuro europeo se juegue en un gesto íntimo: elegir el cuidado como criterio de eficiencia. No para gastar sin medida, sino para medir de otro modo. La seguridad que merecemos no es la que se compra a gritos, sino la que se construye en silencio: confianza, instituciones sobrias, tecnología con propósito. De lo contrario, seguiremos confundiendo la lámpara con la luz y el presupuesto con la vida.