El espejismo de la defensa

La palabra defensa ha sido convertida en una coartada moral. Aparenta ser el manto que cubre la vulnerabilidad de un pueblo, el escudo que asegura su continuidad, cuando en realidad se ha vaciado de sentido para convertirse en un dispositivo retórico. Bajo su sombra, lo que se presenta como protección se transforma en negocio; lo que debería garantizar seguridad, en realidad garantiza beneficios.

El lenguaje opera aquí como instrumento de poder. Como señalaría Foucault, no se trata de describir la realidad, sino de producirla: llamar defensa a la acumulación de armas, a la expansión de bases militares o al gasto ilimitado, es transformar un acto de dominación en una promesa de cuidado. Se legitima así un aparato que devora recursos públicos, multiplica riesgos y alimenta una inercia bélica que ya no obedece a la seguridad de los ciudadanos, sino al interés de corporaciones y élites políticas que encuentran en la guerra su campo de rentabilidad.

Lo paradójico es que cuanto más crece este aparato, más indefensos quedan quienes dice proteger. La defensa se mide en presupuestos, no en vidas preservadas. Se confunden los portaaviones con la diplomacia, los misiles con el diálogo, la ocupación con la seguridad. En esa confusión, el ciudadano se convierte en rehén de una narrativa: debe aceptar que se sacrifiquen escuelas, hospitales o infraestructuras para sostener un ejército que nunca lo defenderá, pero siempre lo representará simbólicamente.

En el fondo, lo que se expande no es la seguridad, sino el espacio de poder de quienes controlan la máquina militar-industrial. La defensa se vuelve un simulacro —en el sentido de Baudrillard—, una representación hipnótica que justifica lo injustificable: el gasto sin control, la guerra sin victorias, la violencia sin responsabilidad.

El verdadero peligro es que el discurso de la defensa desplace a la defensa misma. Entonces la sociedad deja de preguntarse: ¿Estamos protegidos?, para repetir sin cuestionar: ¿Cuánto cuesta protegernos? La primera pregunta exige resultados; la segunda solo exige presupuesto.

Cuando esa inversión del sentido se instala, ya no hablamos de seguridad, sino de poder. Y lo que se defiende, en última instancia, no es al pueblo, sino el privilegio de quienes han hecho de la guerra un negocio y de la defensa una ficción rentable.