El cambio que no viene de los genes

El relato de la evolución humana suele contarse como una larga cadena de mutaciones y selecciones naturales que nos condujo desde los primeros homínidos hasta la complejidad de nuestras sociedades actuales. Sin embargo, el gran giro de nuestro tiempo no está sucediendo en el genoma, sino en el entramado invisible de normas, instituciones, tecnologías y aprendizajes compartidos. La evolución cultural ha tomado el mando.

La genética avanza con el pulso lento de las generaciones. La cultura, en cambio, muta en cuestión de años o incluso días. Un algoritmo modifica la forma en que nos informamos; una ley altera la estructura de la familia; un fármaco prolonga décadas la vida de millones. No hace falta esperar milenios: lo que somos puede cambiar en un ciclo político, en un lanzamiento tecnológico o en una reforma educativa.

Algunos interpretan este desplazamiento como un alivio: ya no dependemos de la azarosa lotería genética para sobrevivir. Otros lo ven como una amenaza: si la cultura se acelera demasiado, ¿podrá la mente biológica —todavía diseñada para la sabana africana— sostener el vértigo de sus propias creaciones? La paradoja está servida: cuanto más nos alejamos de la biología, más necesitamos de ella para no desintegrarnos.

Este tránsito plantea un desafío profundo: pensar la ética, la política y la educación como parte de la evolución. Cada decisión social —qué tecnologías regular, qué conocimientos difundir, qué valores transmitir— se convierte en un acto evolutivo. Lo que antes era competencia del azar genético, ahora se juega en el campo de la deliberación cultural.

Tal vez ahí resida la verdadera fragilidad de nuestra especie: en que, por primera vez, la adaptación no depende de mutaciones ciegas, sino de elecciones conscientes. La pregunta es si sabremos elegir con la suficiente lucidez.