El despido de mil empleados por parte de un gran banco brasileño, tras meses de monitorización digital durante el teletrabajo, no es solo un acontecimiento económico ni laboral. Es, ante todo, un síntoma filosófico de nuestra época.
La promesa inicial del teletrabajo era la autonomía. El trabajador, liberado de la rigidez del espacio físico, podía reconciliar la vida personal con la productividad. Sin embargo, esa promesa se desvanece cuando la confianza se sustituye por algoritmos que cuantifican movimientos de teclado y ratón. La casa, que antes era refugio, se convierte en una extensión invisible de la oficina; cada segundo frente a la pantalla se mide como si la existencia misma pudiera reducirse a un flujo de datos.
Lo inquietante no es solo la vigilancia, sino la redefinición del valor humano. La productividad, entendida como presencia digital, se confunde con la contribución real. Leer, pensar, reflexionar, tareas esenciales para cualquier trabajo complejo, no generan rastro inmediato en los sistemas. En ese vacío, el trabajador deja de ser sujeto de confianza y se convierte en objeto sospechoso, permanentemente en deuda con la máquina que lo observa.
Foucault habló del panóptico como metáfora del poder disciplinario. Hoy, el panóptico ya no necesita torres ni muros: basta con el software silencioso que registra cada pulsación, cada pausa. Lo que antes era vigilancia visible, que generaba resistencia, ahora es control íntimo, interiorizado. La mirada del supervisor ya no viene de afuera, sino que se implanta dentro del propio trabajador, que vive pendiente de no ser considerado improductivo por un algoritmo opaco.
Este desplazamiento revela una transformación más profunda: la erosión de la confianza como principio de organización social. Una empresa que necesita controlar a sus empleados minuto a minuto ya ha fracasado en construir un vínculo ético. Del mismo modo, una sociedad que normaliza la vigilancia como condición de pertenencia degrada la libertad en nombre de la eficiencia. El trabajador vigilado no es un colaborador, sino un engranaje cuya dignidad se mide en porcentajes de conexión.
El problema no es solo técnico o legal; es ontológico. Si aceptamos que la esencia del trabajo se reduce a lo cuantificable, acabaremos creyendo que lo humano mismo es solo aquello que puede medirse. La creatividad, la pausa reflexiva, el gesto invisible de ayuda a un compañero, desaparecerán de la ecuación. Y con ellos desaparecerá también la dimensión más rica de la experiencia laboral: la de ser reconocido como sujeto y no solo como recurso.
Quizá lo que está en juego no es la productividad, sino el sentido del trabajo en la era digital. ¿Es el trabajo una forma de alienación más sofisticada, con algoritmos en lugar de capataces, o puede convertirse en un espacio de confianza mutua, donde la tecnología libere en lugar de encadenar? La respuesta aún está abierta. Pero cada despido masivo sustentado en métricas opacas nos recuerda que, en esta encrucijada, no se trata de elegir entre eficiencia y pereza, sino entre un futuro gobernado por la sospecha y otro sostenido por la confianza.