Decir que el capital no es solo un grupo de personas implica reconocer que no basta con señalar a unos pocos privilegiados para entender la maquinaria que nos gobierna. El capital es más que fortunas acumuladas o apellidos ilustres: es una lógica, una manera de organizar el mundo y las relaciones humanas.
Se infiltra en nuestro lenguaje cuando hablamos de “invertir tiempo” o “rentabilizar vínculos”. Penetra en la educación cuando se mide el valor de un estudiante por su productividad futura. Coloniza los afectos cuando incluso el amor se convierte en “capital simbólico”. Lo invisible del capital es que no necesita imponerse por la fuerza: se naturaliza, se convierte en hábito, en un horizonte desde el cual pensamos sin darnos cuenta.
Marx lo anticipó como una fuerza que “se valoriza a sí misma”, pero lo que hoy vemos va más allá: una lógica que convierte cada gesto en recurso, cada instante en rendimiento. No se trata ya solo de los “ricos”, sino de una red de prácticas que atraviesa a todos, incluso a quienes la padecen.
Por eso, combatir el capital no puede limitarse a redistribuir la riqueza. Requiere desenredar esa lógica invisible que convierte la vida en mercancía, que mide la dignidad por la capacidad de producir y consumir. Es una tarea filosófica y política a la vez: desactivar el modo en que el capital nos habita, para abrir paso a formas de vida donde lo valioso no se confunda con lo rentable.