El futuro presidente y la sombra de su predecesor

Cada nuevo presidente de los Estados Unidos no recibe únicamente el bastón del poder; hereda un paisaje de decisiones, aciertos, errores y heridas abiertas. El traspaso de mando nunca es un acto de borrón y cuenta nueva, sino una negociación silenciosa entre el pasado y el porvenir.

El impulso natural de todo líder entrante es marcar su diferencia, dejar huella en la historia borrando la firma de quien le antecedió. Pero esa pulsión personal, casi biográfica, suele contradecir el interés común. La política moderna se ha vuelto un péndulo donde cada giro desmantela lo anterior, produciendo un vaivén que erosiona la confianza ciudadana y debilita las estructuras colectivas.

Lo que debería hacer un presidente no es destruir, sino discriminar. Conservar lo que aporta solidez —infraestructuras, avances tecnológicos, consensos diplomáticos— y corregir lo que alimenta la división, la desigualdad o la fractura social. La política exige hoy más capacidad de continuidad que de ruptura, más madurez que exhibición.

Porque gobernar no es afirmar el yo frente al otro, sino pensar en la larga duración de una sociedad que ya vive bajo el peso de la deuda, la polarización y la incertidumbre tecnológica. Estados Unidos no necesita presidentes obsesionados con su legado, sino custodios de un proceso histórico que los trasciende.

El verdadero liderazgo no consiste en ser recordado como distinto, sino en ser capaz de sostener el tejido común en tiempos de desgarramiento. Quien llegue a la Casa Blanca debería comprender que no gobierna contra la sombra de su predecesor, sino junto a ella. El poder no se mide en capacidad de borrar, sino en sabiduría para integrar.