La vida puede entenderse como una narración compuesta por fragmentos que, aunque poseen significado propio, solo adquieren sentido al integrarse en una totalidad. Cada momento, cada decisión, cada accidente conforma una secuencia de la que somos a la vez protagonistas y montadores. El sentido de la existencia no se impone desde fuera ni se descubre de inmediato: emerge con el tiempo, cuando los fragmentos dispersos se reordenan en una visión retrospectiva.
Vivir con conciencia narrativa implica reconocer que no hay guion preescrito, pero tampoco improvisación absoluta. Cada acto delimita un encuadre: al decidir qué mostrar, también decidimos qué dejar fuera. En ello se cifra una ética silenciosa, una forma de responsabilidad hacia lo que hacemos visible o invisible.
El sentido de lo vivido no nos pertenece por completo. Es una coautoría entre la propia intención, la mirada ajena y el azar, que introduce el papel del accidente como fuente de profundidad. Lo imprevisto no destruye la coherencia; la amplía, si sabemos integrarlo sin convertirlo en superstición ni en caos.
Vivir bien es ser actor y montador de la propia historia: actuar con presencia en cada instante y dar continuidad sin clausurar antes de tiempo. De esta actitud surgen algunas prácticas esenciales:
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Cuidar el encuadre, incluyendo lo que realmente importa.
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Conceder tiempo a la duración, frente a la prisa y la fragmentación.
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Saber cortar, liberando lo que ya no aporta sentido.
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Moderar la música interior, para escuchar también los ritmos de los otros.
El sentido no se posee ni se fuerza; se reconoce cuando los significados parciales encuentran coherencia al final del recorrido. Vivir con esta conciencia es aceptar que cada instante tiene valor, incluso antes de comprenderlo, y que el sentido —cuando llega— no se explica, sino que se revela como una forma de paz.