La innovación —sea técnica, artística o espiritual— nunca surge de la comodidad, sino del vacío que exige ser llenado.
Cuando las sociedades alcanzan estabilidad, su impulso creador se debilita.
Pero allí donde algo falta —donde hay hambre de sentido, de conocimiento o de futuro— el pensamiento se vuelve fértil.
La carencia se transforma en estímulo; la falta, en energía mental.
De esa tensión nace lo nuevo.
No es casual que las grandes revoluciones tecnológicas surgieran de mentes jóvenes.
Eran jóvenes no solo por edad, sino porque vivían en el borde de lo posible: con pocos recursos, pero con una convicción ilimitada.
Su fuerza residía en no tener certezas.
Desde esa intemperie cognitiva imaginaron lo que las generaciones anteriores no podían concebir.
La juventud representa, en toda escala —personal, social o civilizatoria—, la etapa energética del pensamiento:
aquella en que la imaginación todavía no está domesticada por la experiencia, y la pregunta pesa más que la respuesta.
Por eso, cada generación que alcanza el poder debería recordar que su deber no es conservar lo obtenido, sino mantener viva la tensión que lo hizo posible.
El mundo envejece cuando deja de preguntarse.
Solo la conciencia de lo que falta mantiene encendida la inteligencia.
Y mientras exista alguien que se atreva a imaginar un camino donde otros solo ven límites, la juventud del mundo seguirá viva.
La carencia es la semilla.
La curiosidad, su raíz.
La imaginación, el fruto.