Nace del desequilibrio entre lo que necesitamos y lo que tenemos; crece impulsado por la tensión entre carencia y posibilidad; pero, cuando alcanza su meta, aniquila la fuente que lo hizo posible.
La energía creativa que surge de la escasez —esa necesidad que obliga a imaginar, a combinar, a inventar— se transforma en energía cinética: acción, riqueza, movimiento, bienestar. Sin embargo, una vez colmadas las carencias, la energía se disipa. La mente pierde dirección porque ya no hay desnivel que la obligue a pensar.
El desarrollo, al cerrar la brecha entre deseo y satisfacción, sella también el espacio donde germina la inteligencia.
Allí donde todo está resuelto, el pensamiento se adormece. La invención se sustituye por la gestión; la curiosidad, por el entretenimiento; la aspiración, por la comodidad.
Y así, sociedades enteras entran en un ciclo de entropía mental:
la abundancia genera equilibrio, el equilibrio mata el impulso, y sin impulso la creatividad se desvanece.
Lo paradójico es que, para seguir evolucionando, el ser humano debe recrear artificialmente la tensión perdida.
Ya no basta con tener necesidades materiales; ahora hay que inventar necesidades de sentido: preguntas que mantengan viva la inquietud interior.
Solo quien conserva un vacío puede seguir avanzando.
Solo quien siente falta puede pensar.
La pobreza estimula el ingenio.
La abundancia exige conciencia.
De lo contrario, el desarrollo se convierte en repetición.
En última instancia, la trampa del desarrollo no está en alcanzar la plenitud, sino en creer que podemos permanecer en ella sin perder lo que nos hacía humanos: el impulso de imaginar más allá de lo posible.