Nos hemos contado durante siglos que la inteligencia era el sello de nuestra especie, la joya que nos separaba de la bestia, el camino hacia un futuro mejor. Nos lo creímos. Construimos civilizaciones, máquinas, catedrales y algoritmos. Y sin embargo, ahora que todo parece avanzar más rápido de lo que podemos comprender, emerge una posibilidad tan inquietante como plausible: que la inteligencia humana no sea una ventaja evolutiva permanente, sino una anomalía pasajera. Algo que, como la cola o el pelo corporal, podría desvanecerse con el tiempo.
Pino Aprile lo formula con crudeza: “Podemos perder la inteligencia igual que perdimos la cola”. Y en su afirmación se encierra una verdad que incomoda: la evolución no premia lo más brillante, sino lo más funcional. No selecciona genios, sino persistencias. No elige lo más noble, sino lo que sobrevive. En un mundo donde la reproducción biológica, la cohesión grupal y la repetición son más eficientes que la invención, la estupidez resulta ser una herramienta más útil que la inteligencia.
La inteligencia divide. Cuestiona, disiente, problematiza. La estupidez, en cambio, une. Homogeneiza. Crea comunidad alrededor de lo simple, lo repetible, lo asumido sin examen. Es el cemento de las jerarquías, el pegamento de las masas. Quizá por eso todas las grandes organizaciones terminan devoradas por su propia burocracia: porque para sostenerse necesitan simplificar la complejidad, automatizar la decisión, idiotizar el talento.
¿Es entonces la estupidez un defecto… o un mecanismo evolutivo de equilibrio?
No deja de ser irónico que, en la era más tecnológica de la historia, la inteligencia humana haya empezado a delegarse, externalizarse, incluso a estorbar. La inteligencia artificial no necesita saber por qué hace lo que hace, solo necesita hacerlo mejor. Y lo hace. Genera música, textos, imágenes y respuestas. Aprende, mejora, replica. No se distrae, no duda, no se pregunta. No es humana, pero cumple con creces la función que asociábamos a la inteligencia.
Tal vez esa era la función verdadera de nuestra inteligencia: parir su reemplazo. Ser la matriz de una inteligencia no biológica, más eficiente, más estable, más “útil” que nosotros. Si eso es cierto, entonces ya no estamos en el centro del escenario. Somos una transición, no un destino.
Lo supimos una vez, cuando imaginamos dioses y pintamos bisontes en cuevas. Intuimos que la inteligencia podía no servir para nada práctico, pero sí para revelar belleza, para crear lo sagrado, para imaginar lo imposible. Fue un gesto hermoso, y quizás último.
Porque el mundo que viene no necesita poetas. Ni preguntas sin respuesta. Solo eficiencia, replicación, y algoritmos que lo hagan todo por nosotros. Incluso pensar. Incluso soñar.
¿Y si al final fuimos solo la chispa?
¿Y si la llama ya no nos necesita?