¿Si soy, por qué al final tengo que dejar de ser?

La pregunta duele, no por falta de lógica, sino por exceso de verdad. En ella se esconde la paradoja del existir: nacemos con la certeza de que somos, y sin embargo avanzamos hacia un punto en el que, inevitablemente, dejaremos de ser.

Pero… ¿qué significa realmente “ser”?

Decimos “yo soy” como si afirmáramos algo estable, algo que permanece. Sin embargo, lo que llamamos “yo” es una corriente de experiencias, recuerdos y percepciones que se suceden en el tiempo. Nunca somos exactamente los mismos de un instante al siguiente. Cambiamos con cada emoción, con cada pérdida, con cada revelación.

El “ser” al que tanto nos aferramos es, en realidad, una forma temporal. Una configuración efímera de átomos, pensamientos, nombres, vínculos. Como una ola que emerge del océano, adquiere forma, fuerza, identidad… y luego se disuelve, regresando a aquello de lo que vino.


Tal vez no dejamos de ser.

Solo dejamos de ser esto.

Lo que “somos” no se pierde, se transforma. La conciencia que hoy llamas “yo” no es la misma que en tu infancia, ni lo será mañana. Y, sin embargo, algo persiste: no una esencia inmortal, sino un eco que sigue vibrando en otros cuerpos, en otras memorias, en otros gestos.

Dejar de ser no es un final.
Es una transición.
Un pasaje hacia lo inefable.

Y quizá, si aprendemos a mirar más allá de la forma, descubriremos que el ser nunca fue algo que poseíamos, sino algo que nos atravesaba.