Amar lo mutable

El amor verdadero —el que se sostiene más allá de la ilusión inicial— no se aferra a una imagen, sino que se entrega al flujo. La persona que amamos no es una fotografía congelada en el tiempo, sino una biografía en marcha, en permanente transformación.

¿Qué revela entonces este desfase entre el amor pasado y el presente? Revela más sobre nosotros que sobre el otro: nuestra dificultad para habitar el cambio, para soltar lo ideal, para aceptar que todo vínculo profundo implica enfrentarse al tiempo, a la pérdida de certezas, a lo inacabado.


Quien ama solo la versión inicial de alguien, no ama a alguien: ama su proyección. Ama una sombra que ya no existe. Ama, quizás, una parte de sí mismo que se refleja en el otro y que también ha cambiado. Pero amar de verdad implica una renuncia silenciosa a la permanencia, una aceptación radical de la mutabilidad del ser.

El amor no debería ser la nostalgia de lo que fue, sino la contemplación activa de lo que el otro es hoy, con su luz y su sombra, con lo que quedó y lo que se perdió. Porque si el otro cambia y nosotros también, la única forma de permanecer juntos es volver a elegirse en cada nuevo rostro que emerge.

Solo así se construye algo más grande que la pasión inicial: una complicidad que conoce las grietas del tiempo, pero no teme habitarlas.