La deuda cognitiva: cuando pensar deja de ser necesario

Vivimos en una época en la que el saber está en todas partes, pero el pensamiento escasea. La información fluye con una abundancia que raya en lo absurdo, mientras las herramientas que nos asisten en la vida cotidiana —navegadores, asistentes de IA, plataformas predictivas— prometen facilitarnos todo, desde redactar un texto hasta elegir nuestras palabras. Pero en esa aparente comodidad habita un coste oculto: la deuda cognitiva.

Este concepto no alude a lo que ignoramos, sino a lo que dejamos de ejercitar. Es la consecuencia de delegar nuestras funciones mentales en estructuras externas que piensan por nosotros. A cada decisión automatizada, cada texto autocompletado, cada resumen que no leemos porque ya se nos ofrece digerido, renunciamos un poco más a la tensión creativa del pensamiento original.

La deuda cognitiva no se siente al principio. Al contrario, la inmediatez del acceso nos seduce: ¿para qué recordar, si todo está a un clic? ¿Para qué escribir con esfuerzo, si una IA puede hacerlo más rápido? ¿Para qué sostener una duda, si hay mil respuestas listas? Pero lo que se erosiona no es la respuesta, sino la capacidad de habitar la pregunta.

Desde una mirada filosófica, la deuda cognitiva podría considerarse el reverso de la iluminación. No es que seamos más sabios por tener más datos, sino que la forma en que adquirimos el conocimiento ha perdido fricción. Y sin fricción no hay pensamiento, solo reflejo. Las sinapsis ya no se tensan, el lenguaje deja de ser un territorio de exploración, y lo nuevo nos llega ya empaquetado con instrucciones de uso.

El problema, por tanto, no es la inteligencia artificial, sino nuestra disposición a desentendernos del arte de pensar. Deuda cognitiva es ese espacio vacío que crece entre lo que podríamos haber descubierto por nosotros mismos y lo que nos entregaron ya resuelto. Es el desuso de la mente como herramienta activa.

¿Puede una sociedad vivir así, renunciando a sus procesos mentales esenciales? Puede, pero no sin consecuencias. Porque al final, no somos lo que sabemos, sino cómo llegamos a saberlo.