Cada tarde, don Elías salía al balcón con la puntualidad de un reloj herido. No esperaba a nadie. Tampoco observaba con especial atención. Solo se sentaba, a veces con una taza de té, a ver pasar el día como si fuera el último tren que ya no tomaría.
La gente lo saludaba con un gesto automático, sin detenerse. Sabían que era un hombre amable, con un pasado discreto, una jubilación austera y una tristeza elegante. Su soledad no era ruidosa. Era más bien como una sombra que aprendió a sentarse a su lado sin pedir permiso.
Un día, su nieta Lucía, que apenas lo veía, le preguntó al visitarlo:
—¿Abuelo, qué piensas cuando estás ahí, tan callado?
Él sonrió sin dientes, como si masticara recuerdos invisibles.
—Pienso que no me duele lo vivido. Lo acepto, incluso lo agradezco. Me duelen más los veranos que ya no vendrán, los libros que no alcanzaré a leer, las conversaciones que no sucederán, los ojos nuevos que no llegaré a mirar.
—Pero has vivido tanto…
—Sí —interrumpió con dulzura—, y aun así, lo que más pesa no es el pasado, sino el vacío del futuro.
Lucía se quedó en silencio. Nunca había pensado en el futuro como un hueco y no como una promesa.
Al marcharse, él volvió al balcón. Esta vez sin té. Observó un niño perseguir una mariposa en la acera, y por un instante, quiso correr con él.
No podía, claro. Sus piernas ya no obedecían. Pero en su pecho aún vibraba el deseo. Un deseo que dolía más que cualquier arruga o hueso quebrado: el deseo de seguir siendo, cuando ya se empieza a desaparecer.
Y comprendió algo que no supo decirle a su nieta: que envejecer no era quedarse sin tiempo, sino sin posibilidades. Y que lo más cruel del final no era la muerte, sino el desfile interminable de todo lo que no se vivirá.