El deporte: nueva religión del cerebro moderno

En un mundo donde las antiguas certezas se desmoronan y las grandes narrativas pierden fuerza, el deporte ha ocupado un lugar inesperado: el del consuelo existencial. No se trata solo de entretenimiento o pasión colectiva. Hoy, el deporte funciona como una estructura simbólica que ofrece sentido, pertenencia e identidad. Una religión sin dioses, pero con templos, rituales y tribus devotas.

Según el investigador Aaron C. T. Smith, autor de The Psychology of Sports Fans, el cerebro humano sigue operando con el mismo impulso ancestral: creer. A lo largo de la historia, la mente ha necesitado construir relatos para soportar la incertidumbre, para encontrar orden donde solo hay caos. Las antiguas creencias religiosas cumplían esa función. Hoy, en buena parte del mundo, lo hace el deporte.

Los estadios son ahora templos. Las camisetas, vestiduras sagradas. Los cánticos, salmos colectivos. Y la identificación con un equipo va mucho más allá de la simpatía: es una fusión del yo con la tribu. El fanático no solo “apoya” a su equipo: se define por él. Gana o pierde con él. Ama y odia en su nombre.

El deporte activa tres grandes motores emocionales que han sido esenciales para la supervivencia psíquica del ser humano:

  • Escape y catarsis: frente a la rutina gris o la angustia vital, el drama del partido ofrece intensidad emocional, una vía legítima de descarga.

  • Pertenencia grupal: ser del Barça, del Boca o de los All Blacks no es solo una elección; muchas veces es herencia, territorio, identidad compartida.

  • Autodefinición tribal: la rivalidad no es solo deportiva. Se juega el orgullo, la clase, la historia. Ser de un equipo implica, muchas veces, definir también al enemigo.

Lo más inquietante es que este sistema opera con una lógica emocional que desafía la razón. El fanático mantiene su fe incluso en la derrota. Justifica. Culpabiliza al árbitro. Protege su creencia a toda costa. Su cerebro crea lo que Smith llama “cortafuegos cognitivos”: mecanismos mentales para que nada destruya la convicción interna.

Así, el deporte no solo moviliza multitudes: ofrece consuelo. Organiza el caos. Justifica pasiones. Y sobre todo, llena un vacío espiritual sin necesidad de dogmas tradicionales. Tal vez por eso, como ironiza el artículo original, incluso un papa puede declararse fan de los Chicago White Sox.

La pregunta que queda flotando es: ¿cuánto de lo que hoy creemos —en cualquier ámbito— es también una forma ritualizada de sobrevivir emocionalmente?