La universidad siempre fue un santuario del saber. Sus pasillos estaban impregnados de un aire solemne: quien ingresaba allí lo hacía para consagrarse a un oficio, a una vocación que lo acompañaría toda la vida. Medicina, Derecho, Ingeniería, Filosofía… eran territorios que se recorrían con paciencia, porque el tiempo del conocimiento era lento y se necesitaban años para dominar sus lenguajes.
Pero ahora, ese tiempo se ha quebrado. La inteligencia artificial no mide su aprendizaje en años, sino en ciclos de entrenamiento; no acumula experiencia paciente, sino que se multiplica exponencialmente con cada dato. Lo que ayer parecía un horizonte lejano, hoy es un presente invasivo: diagnósticos médicos, análisis legales, investigación científica. La máquina no solo asiste, comienza a rivalizar.
¿Para qué entonces dedicar cinco, siete o diez años a formarse en disciplinas que, cuando lleguemos al final del trayecto, quizá ya no nos necesiten? Esa es la provocación que lanza Jad Tarifi, y con ella la herida se abre: ¿qué sentido tiene estudiar cuando el estudio llega tarde?
La respuesta no está en desechar la educación, sino en transformarla. No se trata de abandonar el conocimiento médico o jurídico, sino de reconocer que lo que nos hará irreemplazables no será la acumulación de datos —que la máquina ya supera—, sino la perspectiva única, la capacidad de integrar lo inesperado, la conciencia emocional, el juicio ético. En otras palabras: la profundidad de lo humano.
La paradoja de nuestro tiempo es que cuanto más avanzan las máquinas, más urgentes se vuelven las preguntas filosóficas. Ya no basta con saber qué hace un algoritmo, hay que decidir por qué debería hacerlo y hasta dónde puede hacerlo. La educación, entonces, no puede seguir siendo un proceso de memorización y repetición, sino un laboratorio de pensamiento prospectivo, un entrenamiento en creatividad, empatía y reflexión crítica.
Quizá dentro de unas décadas la IA resuelva problemas que hoy parecen imposibles: curar enfermedades, reorganizar ciudades, gestionar economías enteras. Y tal vez en ese futuro el título universitario no sea más que una reliquia de otra época. Pero la voz humana —cuando piensa, cuando duda, cuando crea sentido— seguirá siendo necesaria.
Por eso, la pregunta que se nos impone no es qué estudiar, sino cómo aprender a habitar un mundo donde el conocimiento ya no nos pertenece en exclusividad. Un mundo donde la educación deberá dejar de preparar profesionales y empezar a preparar conciencias.
El verdadero reto no es competir con la inteligencia artificial, sino evitar convertirnos en seres prescindibles en nuestra propia historia.