Cuando la cultura empresarial es más débil que la tecnología

La historia de la innovación siempre ha sido una danza desigual entre el ritmo de la técnica y la lentitud de las estructuras humanas. El nuevo informe del MIT, que revela que un 95 % de los proyectos piloto de IA generativa en empresas fracasan en sus objetivos, no es solo un dato frío: es un espejo de nuestra incapacidad para aprender a la misma velocidad con que inventamos.

La paradoja es clara: no fallan los algoritmos, falla la organización que los recibe. Se construyen modelos potentes, se invierten miles de millones, se inflan expectativas globales… y sin embargo, las compañías tropiezan con los mismos muros: procesos rígidos, métricas obsoletas, gobernanzas que no se atreven a ceder control, incentivos que premian la repetición antes que la adaptación.

En muchos casos, la IA llega como un parche cosmético, un injerto que no transforma la estructura viva de la empresa. Se coloca encima de viejos esquemas como si pudiera revivirlos, cuando en realidad los expone aún más como reliquias de otro tiempo. El entusiasmo por el “qué” de la tecnología no va acompañado de la comprensión del “cómo” ni del “para qué”.


El MIT denomina a este fenómeno la “brecha GenAI”: un abismo entre la promesa y el resultado, entre la ilusión y la práctica. Esa brecha no es tecnológica, es cultural. Se abre cuando la empresa se aferra a sus viejas lógicas de control y no acepta que integrar inteligencia artificial es, en esencia, aceptar una redistribución de poder y conocimiento dentro de la organización.

El riesgo es doble: por un lado, la frustración de proyectos que nunca escalan; por otro, la burbuja de expectativas que, si se rompe, puede enfriar las inversiones y provocar un invierno prematuro para la IA empresarial. No sería la primera vez que confundimos la velocidad de la invención con la capacidad de transformación social.

Cerrar la brecha exige más que talento técnico: requiere reformar la cultura de las empresas, redefinir métricas de éxito, entrenar a los equipos, aceptar la incertidumbre y abandonar la obsesión por el beneficio inmediato. No basta con comprar herramientas, hay que aprender a habitarlas.

Quizás este sea el verdadero aprendizaje que la IA nos está imponiendo: las máquinas ya piensan más rápido que nosotros, pero aún no hemos aprendido a pensar con ellas. Y hasta que eso ocurra, la innovación seguirá estrellándose contra la muralla de nuestras propias resistencias.