El dinero ya no se gana trabajando, sino apostando. En los mercados globales, en las pantallas de inversión, en la volatilidad que se celebra como oportunidad, late un motor mucho más primitivo de lo que creemos: la química del cerebro.
La especulación no es solo un cálculo frío, es una embriaguez. La dopamina enciende la expectativa de la ganancia como si fuese un premio inminente; la adrenalina convierte el riesgo en un vértigo deseable; la testosterona alimenta la competitividad como una lucha tribal. El miedo a perder dispara el cortisol, que no frena, sino que a menudo precipita la acción desesperada. Así, la economía financiera se convierte en una ruleta biológica: excitación, miedo, euforia, caída.
El trabajo, en cambio, se mueve en otra frecuencia. Activa la serotonina que da calma, la oxitocina que construye confianza, el sentido que se acumula lentamente como experiencia. Su recompensa no es la descarga inmediata, sino la certeza de continuidad. Pero esa lentitud ha perdido valor en una cultura donde lo instantáneo reina.
Lo inquietante es que, en esta dinámica, la riqueza ya no responde a la construcción colectiva ni al esfuerzo compartido, sino a la manipulación de nuestros circuitos emocionales. La especulación seduce porque promete el placer inmediato de ganar sin esperar. El trabajo se desprecia porque exige tiempo, paciencia y una vida que no se mide en gráficos de segundos.
Vivimos, en definitiva, en una civilización dopaminérgica: la que ha reemplazado la solidez del esfuerzo por la euforia del instante. Y quizá el mayor riesgo no sea perder dinero, sino perder el vínculo entre riqueza y vida.