La ciudad partida en desplazamientos múltiples

Las ciudades de nuestro tiempo no se expanden ya por la atracción de sueños, sino por la expulsión que generan múltiples formas de desarraigo. No llegan a ellas únicamente quienes buscan prosperidad, sino también quienes huyen. Tres grandes corrientes de desplazamiento confluyen y se entrelazan: la migración climática desde los campos marchitos, la migración forzada por la gentrificación y la migración internacional, donde se mezclan quienes persiguen mejores oportunidades económicas y quienes, como refugiados, han sido arrancados de su lugar de origen por la guerra o la persecución.

Cada una de estas corrientes lleva consigo un dolor distinto, pero todas desembocan en el mismo destino: las periferias urbanas. Allí coinciden campesinos expulsados por la sequía, vecinos desterrados de sus barrios por la especulación, migrantes que buscan trabajo en mercados desiguales y refugiados que cargan con la herida del exilio forzado. Comparten espacio, pero no siempre comunidad; viven próximos, pero bajo la sospecha mutua de estar ocupando el lugar del otro.

El centro de la ciudad, mientras tanto, se convierte en territorio exclusivo. No es ya un lugar de vida, sino de consumo y exhibición: vitrinas del turismo, escaparates de la inversión, escenarios vaciados de memoria. La ciudad real, la que late en la supervivencia cotidiana, queda relegada a los bordes. Allí, la diversidad que podría ser fuente de riqueza cultural se transforma en un campo de tensiones, porque la desigualdad la convierte en frontera.

En estas periferias congestionadas se condensan los tres exilios: el climático, el económico y el humanitario. Allí se prueba la resistencia de los cuerpos y la fragilidad de la cohesión social. Los refugiados, a menudo invisibles en el discurso público, son quizá los más desposeídos: no solo carecen de techo y trabajo, sino también de la protección de un pasado estable al que regresar. Junto a ellos, los migrantes económicos se insertan en cadenas laborales precarias, mientras los expulsados internos viven la humillación de haber perdido su ciudad sin haber cruzado fronteras.

La urbe resultante no es un espacio común, sino un archipiélago de fragmentos. En sus islas centrales, el lujo globalizado; en sus periferias, la densidad del desarraigo. Así se dibuja una geografía de fronteras invisibles donde la dirección de tu desplazamiento —del campo, del barrio, del país— define tu posición en la escala de la precariedad.

La pregunta no es solo qué ciudad queremos habitar, sino si todavía recordamos que una ciudad es, ante todo, un lugar de lo humano compartido. Si olvidamos ese principio, lo que llamamos ciudad será apenas un campo de concentración disperso: un territorio donde conviven, sin tocarse, quienes sobran y quienes se reservan el derecho de permanecer.