El cuerpo que se minimiza y la vida que se expande

La línea de tiempo de una vida se acorta. Cada día que transcurre es, a la vez, una ganancia y una pérdida: se añade experiencia, pero se resta duración. El cuerpo, en su tránsito hacia la vejez, no se expande, se contrae. Pierde firmeza, fuerza, volumen; se minimiza poco a poco, como si quisiera despojarse de todo lo accesorio para dejar a la vista lo esencial.

Ante esa reducción inevitable, la pregunta se impone: ¿cómo seguir viviendo cuando el cuerpo se estrecha y los márgenes del tiempo se adelgazan?

La primera respuesta suele ser de resistencia: luchar contra la disminución, intentar prolongar lo que se escapa, negar lo que la biología dicta. Pero pronto descubrimos que esta batalla es desigual. El verdadero camino no es resistir al declive, sino aprender a vivir desde otro centro.

Cuando el cuerpo se minimiza, lo que queda no es ausencia, sino espacio interior. La fuerza perdida puede transformarse en lucidez; la agilidad menguada, en pausa contemplativa; la presencia física menguante, en profundidad espiritual. Allí donde lo material cede, lo intangible puede crecer.

Vivir, entonces, deja de ser un acto de acumulación y se convierte en un acto de depuración. Se trata de conservar lo justo, intensificar lo pequeño, y dar peso a lo que no se deteriora con el tiempo: la palabra, la memoria, el afecto, la conciencia de haber existido.

Seguir viviendo con un cuerpo minimizado no es sobrevivir, sino aprender a habitar otra forma de plenitud: aquella que no necesita volumen, sino significado.