El espejismo del capital intelectual

El capital intelectual suele presentarse como el fruto de dos fuerzas convergentes: el talento natural y el conocimiento adquirido. El primero actúa como chispa original, esa singularidad que orienta la mirada del individuo hacia un terreno en el que se reconoce con facilidad y espontaneidad. El segundo, en cambio, es acumulación e integración de saberes que, al sedimentarse, dan forma y sostén a ese talento, permitiéndole trascender la pura intuición.

Sin embargo, en tiempos recientes, se ha instalado una creencia que altera este equilibrio: la idea de que la inteligencia emocional puede sustituir al talento, como si la capacidad de gestionar emociones y relaciones fuese suficiente para engendrar conocimiento. Se confunde la facultad de convivir con la de crear, el arte de persuadir con el acto de comprender.

La inteligencia emocional es, sin duda, una cualidad necesaria. Aporta resiliencia ante la frustración, destrezas para negociar, empatía para cooperar. Pero su naturaleza es relacional, no creadora. Puede abrir espacios, pero no necesariamente alumbrar ideas. Puede acompañar al talento y al conocimiento, pero difícilmente reemplazarlos.

El riesgo de esta confusión es evidente: se privilegia el carisma sobre la verdad, la adaptación social sobre la innovación, la apariencia de equilibrio sobre la profundidad de pensamiento. En una cultura que premia la gestión de la imagen más que la gestación del conocimiento, el capital intelectual corre el peligro de convertirse en mera etiqueta, vaciada de su raíz creadora.

En última instancia, el verdadero capital intelectual no surge de la mera administración de emociones, sino de la tensión fecunda entre lo que se nos da y lo que aprendemos, entre la singularidad del talento y la vastedad del conocimiento. Solo ahí puede brotar aquello que merece el nombre de creación.