Durante décadas, el relato dominante sobre la globalización celebró la eficiencia: las grandes empresas occidentales externalizaban su producción a países donde los costes eran bajos, la regulación escasa y la mano de obra abundante. China fue, sin duda, la joya de esa estrategia. Fabricar allí era más barato. Apple, por ejemplo, convirtió esta lógica en arte y multiplicó sus ganancias al producir más del 90% de sus dispositivos en suelo chino. Sin embargo, esa jugada “maestra” del capitalismo occidental encierra un giro irónico: en su afán de rentabilidad, esas mismas compañías sembraron las semillas del ascenso tecnológico de quien hoy desafía su supremacía.
Pero, ¿por qué China? ¿Por qué no un país sudamericano o africano, igualmente pobre, con millones de personas necesitadas de empleo? Para entenderlo, hay que desmontar el mito de que la globalización era una oportunidad pareja para todos. La elección de China no fue accidental, ni producto exclusivo del costo laboral. Fue una apuesta estratégica de actores estatales y corporativos que vieron en el gigante asiático un ecosistema excepcional, casi imposible de replicar.
China no solo ofrecía mano de obra barata, sino también escala: más de mil millones de habitantes, con un mercado interno lo suficientemente grande como para atraer producción, pero también para justificarla. Muchos países del sur global carecían de esa doble condición: trabajadores abundantes y consumidores potenciales a gran escala. Esta masa crítica facilitó el interés sostenido de empresas como Apple, Foxconn, Samsung, Intel o Tesla.
Además, desde los años 80, China invirtió en infraestructura a una velocidad abrumadora. Puertos, zonas económicas especiales, autopistas, ferrocarriles, electricidad garantizada y conectividad formaban parte del paquete de bienvenida para cualquier empresa extranjera. A esto se sumó una visión estatal deliberada: no bastaba con ensamblar. Las empresas debían contribuir al desarrollo local, directa o indirectamente. Eso significaba transferencia de conocimientos, capacitación de técnicos, creación de proveedores chinos y participación en innovación.
Este enfoque contrasta brutalmente con lo que ocurrió —y sigue ocurriendo— en muchos países africanos y latinoamericanos, donde las élites locales aceptaron sin condiciones inversiones extranjeras a cambio de beneficios inmediatos, sin exigir contraprestaciones estructurales ni proteger la industria nacional. En el sur global, primó la apertura sin estrategia. En China, la apertura fue siempre condicional y guiada.
La estabilidad política autoritaria del régimen chino también jugó un rol. Las empresas buscaban lugares sin huelgas, sin cambios bruscos de gobierno, sin incertidumbres electorales. El Partido Comunista garantizaba esa previsibilidad, aunque fuese a costa de derechos laborales o democráticos. En contraste, América Latina y África han estado marcadas por golpes de Estado, inestabilidad crónica y conflictividad sindical, factores que erosionan la confianza empresarial a largo plazo.
Otro factor crucial fue el capital humano. Mientras muchos países del sur global enfrentaban déficits educativos estructurales, China graduaba ingenieros a gran escala y establecía vínculos entre sus universidades, centros de investigación y empresas emergentes. No solo ensamblaba dispositivos: estaba formando a quienes luego podrían diseñarlos. Esta apuesta por la formación técnica fue acompañada por un ecosistema competitivo feroz, impulsado por gobiernos locales que respaldaban a sus campeones empresariales en lo que se ha descrito como “torneos regionales” de innovación.
Todo esto sucedía, además, al borde del núcleo industrial asiático. China no estaba sola: sus vecinos eran Japón, Corea del Sur, Taiwán y Singapur. La cercanía a estos polos de tecnología facilitaba la importación de piezas clave, la transferencia de know-how y la integración en cadenas de suministro de altísimo valor.
Hoy, China no solo produce para otros. Produce para sí misma. Y compite. El surgimiento de DeepSeek, un chatbot chino comparable a ChatGPT, no es un milagro nacionalista. Es el resultado de décadas de acumulación tecnológica, de aprendizaje industrial y de independencia digital forzada por las restricciones occidentales. Como Huawei, que tras ser sancionada desarrolló su propio sistema operativo, DeepSeek desafía el mito de que la innovación solo puede florecer en Silicon Valley.
Este cambio de paradigma pone en evidencia algo más profundo: la debilidad estructural del modelo capitalista occidental, que externalizó tanto su producción como su visión estratégica. Las grandes tecnológicas buscaron márgenes, no seguridad a largo plazo. Ignoraron que, al invertir en China sin condiciones, estaban también alimentando al competidor que un día podría sustituirlas.
Mientras tanto, América Latina y África fueron tratadas como economías extractivas o proveedores de materias primas, pero rara vez como socios industriales. La falta de planificación estatal, la dependencia del FMI, las élites rentistas y la fragilidad institucional impidieron que aprovecharan la ola globalizadora para industrializarse. El resultado es una nueva división global: quienes manufacturan conocimiento y quienes siguen vendiendo litio o café.
Lo que está en juego ahora no es solo quién produce más rápido o mejor, sino quién define los estándares, quién posee los datos, quién controla los chips, y quién modela las reglas del futuro digital. En esta carrera, China está bien posicionada no solo por su músculo económico, sino por su visión de largo plazo.
Queda una lección: no basta con abrir la economía. Hay que diseñar un proyecto-país, establecer prioridades tecnológicas, proteger la industria naciente y formar talento con objetivos claros. China lo hizo. El sur global, en su mayoría, no. Pero aún está a tiempo.