Vivimos inmersos en un entorno comunicativo donde cada mensaje compite por producir un efecto. Nada se dice porque sí. Desde un titular hasta una imagen viral, desde un anuncio político hasta una alerta sanitaria, todo mensaje es una intervención diseñada. Esta es la base del funcionalismo comunicativo: el emisor busca generar una respuesta en el receptor. Hoy, ese principio no solo sigue vigente, sino que ha sido perfeccionado, automatizado y mercantilizado.
Pero ¿y si aceptamos una premisa aún más incómoda? ¿Y si la democracia, tal como la entendemos, no puede existir sin propaganda?
Aunque suene contradictorio, esta afirmación revela una verdad compleja: las democracias modernas no se sostienen únicamente sobre la libre circulación de información, sino sobre la capacidad de modelar consensos, activar emociones colectivas y movilizar a las masas. No basta con informar: hay que persuadir, conectar, dramatizar, narrar. Y eso, aunque nos incomode, es propaganda.
Propaganda: no solo manipulación
La palabra “propaganda” ha sido históricamente asociada a regímenes autoritarios. Pero en realidad, su esencia no es el control totalitario, sino la orientación estratégica del mensaje hacia un fin colectivo. Cuando una democracia quiere promover la participación ciudadana, prevenir la desinformación o enfrentar un peligro común (como una pandemia), recurre a mecanismos de propaganda: campañas visuales, lemas repetitivos, construcción de marcos emocionales.
La democracia no sobrevive con datos fríos. Necesita relatos, símbolos, identidades compartidas. Necesita que las personas no solo entiendan, sino que sientan y actúen. Y eso se consigue a través de mensajes diseñados para impactar: funcionales, dirigidos, medibles.
Del ciudadano informado al ciudadano influenciado
La utopía ilustrada del “ciudadano racional e informado” ha dado paso al “ciudadano emocionalmente influido”, inmerso en un ecosistema donde el ruido informativo no permite distinguir fácilmente entre hechos, opiniones, estímulos y propaganda encubierta. En este nuevo contexto:
- La información se convierte en herramienta de poder.
- La neutralidad es una ilusión funcional: lo que no moviliza, no sobrevive.
- Las plataformas premian el mensaje que más efecto causa, no el más veraz.
- El emisor ya no es solo humano: algoritmos, bots y sistemas de recomendación participan activamente en el diseño del efecto.
Así, el sistema democrático necesita de la propaganda no solo para defenderse de sus enemigos, sino para mantenerse vivo entre la indiferencia, el cinismo y el colapso de sentido.
¿Propaganda ética?
La pregunta clave ya no es si hay propaganda, sino qué tipo de propaganda, al servicio de qué valores y con qué límites. Si el mensaje es inevitablemente persuasivo, ¿cómo lo hacemos responsable?
Una “propaganda democrática” debería:
- Ser transparente en sus intenciones.
- Promover la autonomía crítica y no la obediencia ciega.
- Estar basada en hechos, pero movilizada con narrativas constructivas.
- Reconocer la agencia del receptor, no tratarlo como simple objetivo de marketing.
El peligro no es la propaganda, sino quién la controla
En última instancia, el riesgo no está en que haya propaganda, sino en que los mecanismos de producción de efecto estén monopolizados por unos pocos: gobiernos sin escrúpulos, corporaciones tecnológicas o actores opacos que diseñan la realidad que otros habitan. Cuando los marcos narrativos, las emociones públicas y las decisiones colectivas están determinadas por sistemas que optimizan el beneficio y no el bien común, la propaganda se transforma en su versión más peligrosa: la manipulación invisible.
Conclusión:
La democracia necesita propaganda, pero no cualquier propaganda. Necesita una pedagogía emocional del bien común, un arte de la persuasión que no infantilice ni adoctrine, sino que nos recuerde por qué vale la pena participar, debatir y cuidar lo que compartimos. Porque sin mensaje no hay intervención, y sin intervención no hay transformación. Pero sin transparencia, sin ética y sin conciencia, lo que parece democracia puede acabar siendo solo un teatro de percepciones diseñado por algoritmos y slogans.