El sentido se revela en lo efímero

Vivir es aprender a decir adiós. Cada instante que pasa nos arranca algo: un lugar, un rostro, una certeza. La muerte no es más que el último de esos adioses, pero lejos de vaciar la vida de sentido, la llena de urgencia y significado.

La finitud nos recuerda que no podemos posponerlo todo, que la vida no es un ensayo general. Solo bajo la presión del tiempo limitado descubrimos el valor de actuar, de amar, de sostener el dolor con dignidad.

Lo esencial no se mide en utilidades ni en logros que el mundo contabiliza, sino en aquello que nadie puede arrebatarnos: las vivencias que hemos habitado, los vínculos que hemos cultivado, las obras que hemos dejado como huella. Ahí reside la dignidad absoluta de cada ser humano.

El joven mira al futuro como un campo de posibilidades. El mayor, en cambio, puede responder con serenidad: «Yo no tengo posibilidades, tengo realidades». Y esas realidades, hechas vida, son irrevocables.

Aceptar lo efímero no es resignarse, sino comprender que cada momento encierra una posibilidad de sentido, como un fotograma que solo al final revela el significado de la película entera. La tarea de vivir está en atender a cada escena, sin pretender condiciones, sin idolatrar lo pasajero, con la certeza de que todo lo vivido permanece.