La paradoja de los parlamentos democráticos

En teoría, el parlamento es el corazón de la democracia: un espacio donde los representantes debaten, confrontan ideas y deciden en nombre de la ciudadanía. Pero en la práctica, esa libertad de deliberación queda sometida a un corsé casi invisible: la disciplina de partido. Los diputados, elegidos por el pueblo, no actúan como voces libres, sino como piezas de un engranaje colectivo que rara vez les permite apartarse de la línea marcada por su organización política.

La paradoja es evidente. Se llaman democráticos porque emanan del voto popular, pero funcionan como bloques cerrados que negocian entre sí más que como asambleas de individuos que piensan y deciden en conciencia. La democracia, así, se convierte en una delegación hacia estructuras partidistas que intermedian entre la ciudadanía y las decisiones colectivas.

¿Para qué sirven, entonces, los parlamentos? Sirven para canalizar el conflicto social dentro de instituciones en lugar de en las calles; para dar estabilidad mediante mayorías y minorías reconocibles; para otorgar legitimidad a las leyes a través de un procedimiento visible. Y, al mismo tiempo, sirven de escenario de representación: allí se representan más los partidos que los ciudadanos.

La cuestión de fondo es si esta forma de democracia es auténtica o si, más bien, se trata de una oligarquía de partidos disfrazada de deliberación plural. Quizá la verdadera democracia no consista en contar cabezas en votaciones previamente decididas, sino en permitir que las conciencias individuales se expresen sin miedo a ser sancionadas por la maquinaria partidista. Mientras esa libertad no exista, lo que llamamos democracia seguirá siendo, en buena medida, un teatro con guion escrito de antemano.