El malestar no empezó con un tuit ni con un líder que supo gritar más fuerte. Empezó cuando la promesa de progreso —ese pacto tácito entre esfuerzo y futuro— dejó de cumplirse para demasiada gente. El artículo que sirve de detonante a este texto lo llama “revancha”: un impulso político que no nace de una ideología sino de una emoción sedimentada. No pide una utopía; exige una reparación. Y, sin embargo, cuando la política se vuelve revancha, la reparación suele adoptar la forma de castigo.
La tesis es incómoda porque desplaza el foco: no nos invita a preguntar “quién tiene razón”, sino “qué hemos dejado de garantizar”. La economía se globalizó más deprisa que las instituciones que debían amortiguar sus efectos; la tecnología aceleró la circulación de oportunidades y frustraciones; los errores de gestión se privatizaron en relatos heroicos y se socializaron en pérdidas difusas. El resultado es una ciudadanía exhausta que transfiere su ansiedad a soluciones inmediatas: fronteras simbólicas, mano dura, aranceles como diques morales, guerras culturales que prometen orden sin tocar los fundamentos del desorden.
Desde la filosofía de la creación (Bergson, Whitehead), la política saludable es una coreografía entre lo nuevo y lo existente: creatividad que añade sin destruir, proceso que armoniza tensiones. Aquí, en cambio, vemos lo contrario: innovación retórica con instituciones envejecidas; una creatividad del agravio que produce más ruido que formas de vida. La “duración” bergsoniana —ese tiempo cualitativo que acumula experiencia— se ha fragmentado en ciclos de atención; cada crisis comienza de cero porque la memoria pública se ha vuelto episódica.
Deleuze llamaría a esto una línea de fuga: escapamos del problema por la vía más rápida, abriendo un surco que reconfigura el mapa sin construir un territorio habitable. Foucault recordaría que todo discurso fabrica su régimen de verdad: cuando repetimos que “las élites traicionaron”, que “la democracia está secuestrada”, terminamos diseñando instituciones a imagen de la sospecha. El castigo se vuelve un lenguaje de Estado.
La ética de Hans Jonas nos obliga a otra pregunta: ¿qué debe hacerse hoy para no hipotecar la libertad de los que aún no han llegado? Si el poder tecnológico amplifica efectos no previstos, la política del presente necesita una prudencia activa: no basta con frenar el daño, hay que anticipar el que no vemos. La revancha no anticipa; reacciona. Responde al dolor real con eficacia emocional, no con eficacia institucional.
La modernidad líquida de Bauman ofrece otra clave: cuando los vínculos son frágiles y los marcos compartidos se disuelven, la identidad se reorganiza por contraste. Soy lo que no son “ellos”. La economía de la atención, descrita por Byung-Chul Han, agrega un mecanismo: dopamina de indignación. El scroll no busca comprender; busca confirmar. En ese entorno, la razón pública de Habermas —la conversación que depura argumentos— compite en desventaja con la dramaturgia del agravio.
Podemos traducir todo esto a una imagen física: el sistema social ha perdido energía libre para reordenarse. Aumenta la entropía —ruido, incertidumbre, desconfianza— y la política promete reducirla con atajos simbólicos. Funciona un tiempo, como apagar el zumbido con música alta; cuando la música se detiene, el zumbido creció. La gravitación del poder empuja hacia los cuerpos más masivos de la conversación: medios polarizados, plataformas, figuras carismáticas que densifican el espacio público. El centro pierde atracción porque deja de prometer movimiento.
Hay, sin embargo, otra dinámica disponible. Luhmann y Morin hablarían de acoplamientos: economía, comunicación y política como sistemas que pueden coordinarse si hablan lenguajes compatibles. No se trata de un “giro social” contra la economía, ni de un “giro productivista” contra los cuidados, sino de ajustar engranajes: competencia donde hay monopolios, protección donde hay riesgo sistémico, inversión donde hay productividad latente. Decirlo es poco; mostrarlo con métricas comprensibles es imprescindible. La confianza hoy no se gana con narrativas perfectas sino con mejoras que se tocan: alquileres que bajan, colas que desaparecen, trámites que se simplifican, sueldos que alcanzan.
El artículo insiste en un punto esencial: la revancha florece cuando la política de lo posible se comunica como fatalismo y no como proyecto. Si el ciudadano percibe que su voto solo altera el eslogan, buscará el partido que al menos castigue al culpable imaginario. Hay aquí un juego iterado: los actores compiten con estrategias de castigo o de cooperación. El castigo rinde en el corto plazo; la cooperación, en el largo. Pero la cooperación exige instituciones que hagan previsible el futuro. Esa es la palabra prohibida de nuestro tiempo: previsibilidad. No espectáculo, no épica: reglas claras, horizontes visibles.
¿Cómo se construye ese horizonte? Volvamos a la creatividad de Bergson/Whitehead: innovar instituciones no es solo crear nuevas agencias; es rediseñar hábitos. Tres ejemplos minimalistas dicen más que un manifiesto: (1) presupuestos con partidas evaluables por resultados y no por intenciones; (2) una política de vivienda que trate la casa como infraestructura productiva (movilidad, salud, conciliación), no solo como activo financiero; (3) competencia real en sectores de rentas cautivas donde la factura mensual devora la nómina. Si a eso sumamos una alfabetización mediática que premie la duda y penalice la certeza ruidosa, la entropía baja. No es un sueño: es administración de riesgos.
Pero el ensayo sería incompleto si no reconociera la parte justa de la revancha. Hay heridas que no son percepción: cierres de fábricas, barrios expulsados por el turismo extractivo, trayectorias laborales interrumpidas por automatizaciones que abaratan tareas pero encarecen vidas. La política que pide paciencia sin reparación es, en realidad, una performance de superioridad moral. La política que promete reparación sin reforma es una estafa emocional. Entre ambas se abre un pasillo estrecho: reparar mientras se reforma. Compensar sin consagrar rentas; invertir sin capturas; proteger sin paternalismo.
El lenguaje también importa. Wittgenstein hablaría de “juegos de lenguaje”: si la prensa narra la desigualdad como una “falla técnica”, el lector escucha manipulación; si la narra como tragedia inevitable, escucha resignación. La honestidad semántica consiste en admitir que hay márgenes de elección, pero también inercias poderosas. Y que el mérito individual no puede medir lo que el contexto impide. La meritocracia no es falsa; es insuficiente.
¿Qué lugar queda para la esperanza? Quizá en una ética de la responsabilidad que haga de cada decisión pública una promesa verificable. No una mística del futuro, sino un calendario: esto cambia aquí, en este barrio, en seis meses, si no, se corrige. Una política que practique el backcasting: empezar por la vida que queremos y retroceder hasta las decisiones diarias que la vuelven probable. Una política que reemplace la épica del contra por la estética de lo que funciona. Si la venganza ofrece alivio, la justicia ofrece estructura.
La “revancha” no desaparecerá mañana: ha demostrado una resiliencia emocional que no se agota en derrotas electorales. Pero puede volverse innecesaria si la promesa recupera credibilidad. No pedimos milagros; pedimos proporción entre esfuerzo y recompensa, tiempo para pensar sin ruido, espacios donde disentir sin humillación. Pedimos, en suma, un orden que no sacrifique la complejidad de lo real en el altar de soluciones simples.
Reflexiones híbridas nació para pensar en los bordes: allí donde la filosofía toca la calle y donde la calle obliga a afinar la filosofía. Si algo enseña esta conversación es que la democracia no se sostiene con la estética del consenso sino con la ingeniería del cuidado: datos abiertos, procedimientos limpios, correcciones rápidas, devolución de dignidad. No hay venganza posible contra eso. Solo la discreta victoria de una promesa que, por fin, vuelve a cumplirse.