El sendero del tiempo

Imagino la línea de tiempo como un largo camino que se extiende ante mí, silencioso, sin señales, sin marcas visibles que me indiquen cuánto he andado ni cuánto me falta por andar. A mi espalda, las huellas que he dejado se desvanecen lentamente, como si el polvo del tiempo quisiera borrar mis pasos para recordarme que el pasado no es lugar habitable, sino apenas un eco, un archivo de sombras donde habitan los recuerdos.

Lo que está por delante es niebla, una prolongación incierta que solo se revela cuando doy el siguiente paso. El futuro no es un destino escrito ni un espacio prometido: es un campo de posibilidades latentes que solo pueden materializarse si algo inesperado irrumpe, si la quietud de lo probable se quiebra por la chispa de lo imprevisible.

El presente, ese punto fugaz sobre el que reposan mis pies, no es más que un puente efímero entre la memoria y la esperanza. Lo estoy pisando, sí, pero tan pronto intento detenerme y contemplarlo, ya ha dejado de ser. El instante es traicionero: mientras lo nombro, se convierte en pasado; mientras lo deseo, ya pertenece al futuro.


Solo puedo actuar en el porvenir. Solo ahí —en lo que aún no ha sucedido— existe la promesa de una transformación. El presente no me permite moldear nada; me obliga a ser testigo, no autor. Es el futuro el terreno fértil donde puede sembrarse la voluntad, donde germinan los actos que redibujan la ruta.

Y sin embargo, cada segundo que vivo se desliza como agua entre los dedos. La línea de tiempo es un enigma: avanza conmigo, pero no me pertenece. Me invita a andar sin garantías, a confiar en que un paso más abrirá un horizonte nuevo. Porque al final, el viaje no consiste en saber a dónde voy, sino en seguir caminando.