En Los guardianes de la libertad, Noam Chomsky y Edward S. Herman trazaron uno de los análisis más lúcidos sobre el poder de los medios en las sociedades democráticas. Su modelo de propaganda no describe una conspiración, sino una estructura sistémica de control narrativo, donde los flujos de información se moldean según los intereses del poder económico y político.
A través de seis filtros interdependientes, los autores explicaron cómo se fabrica el consenso social sin necesidad de coerción directa. Lo que parece pluralidad mediática es, en realidad, una maquinaria sofisticada que define qué puede pensarse, debatirse o incluso imaginarse.
1. Magnitud, propiedad y orientación de los beneficios
Los medios no son guardianes neutrales de la verdad, sino corporaciones con intereses. Su propiedad concentrada en conglomerados empresariales determina el marco de lo decible: se protege al sistema del que forman parte. Hoy, este filtro se ha globalizado. Plataformas tecnológicas, fondos de inversión y grupos multimedia imponen una visión alineada con la rentabilidad y el crecimiento perpetuo, relegando la diversidad ideológica a los márgenes digitales.
2. El beneplácito de la publicidad
La supervivencia mediática depende del favor de los anunciantes. La publicidad actúa como censura invisible: ningún medio arriesga contratos millonarios por una denuncia ambiental o laboral.
En la era digital, este mecanismo se ha perfeccionado. Los algoritmos publicitarios deciden qué historias merecen visibilidad, y la atención del público —no la verdad— se convierte en la moneda central. La información se transforma así en producto de entretenimiento y dopamina.
3. El suministro de noticias
Las fuentes dominantes son institucionales: gobiernos, corporaciones y agencias de comunicación. Su poder no radica solo en la información que proporcionan, sino en la legitimidad que los medios les otorgan.
El periodismo precario y la inmediatez digital amplifican la dependencia: cada vez menos periodistas investigan; cada vez más replican. Las redacciones se llenan de comunicados maquillados como noticias, y la frontera entre información y propaganda se disuelve.
4. Los reforzadores de opinión
El flak —el castigo o presión hacia la disidencia— es el mecanismo disciplinario del sistema.
Puede adoptar muchas formas: campañas de desprestigio, acoso digital, bloqueos publicitarios o litigios estratégicos.
Su función es clara: advertir que apartarse del discurso dominante tiene un coste. En el siglo XXI, las redes sociales han amplificado este fenómeno, convirtiendo la reputación en un campo de batalla. La censura ya no se impone desde arriba, sino desde la multitud.
5. La ideología unificadora de control
Durante la Guerra Fría fue el anticomunismo; hoy puede ser el antiterrorismo, el antipopulismo, la lucha contra la desinformación o el enfrentamiento geopolítico con nuevas potencias.
El principio es el mismo: mantener cohesionada a la opinión pública bajo una narrativa moral, donde la crítica sistémica se percibe como amenaza.
Esta ideología muta según el contexto histórico, pero su función permanece: delimitar lo aceptable y aislar toda disidencia.
6. La dicotomización y las campañas de propaganda
El último filtro es el más visible: la división moral del mundo en binomios —buenos y malos, racionales y fanáticos, progresistas y retrógrados—.
La complejidad se simplifica hasta la emoción inmediata, y la emoción se convierte en obediencia.
Las redes sociales han llevado esta lógica al extremo: los algoritmos premian la indignación, y la política se convierte en espectáculo tribal. En ese escenario, la verdad deja de importar; lo que importa es a qué lado de la pantalla pertenece cada uno.
Tendencias y conclusiones
El modelo de propaganda de Chomsky y Herman no ha envejecido: se ha actualizado en código digital.
Donde antes había redacciones y periódicos, hoy hay plataformas y algoritmos. Donde antes existían editores, hoy operan sistemas de recomendación que aprenden del sesgo colectivo.
El control ya no se ejerce a través de la censura explícita, sino de la saturación y la distracción.
Tres tendencias definen este nuevo escenario:
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Concentración ampliada: las grandes tecnológicas son los nuevos medios; controlan infraestructura, contenido y audiencia.
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Economía de la atención: la verdad compite con la emoción por sobrevivir en segundos de visibilidad.
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Autocensura algorítmica: el periodista y el usuario interiorizan las reglas invisibles del sistema para no ser penalizados por él.
Así, la propaganda ya no se fabrica en despachos estatales, sino en los flujos cotidianos de información.
El consenso se construye con datos, tendencias y emociones, mientras la libertad se reduce a la ilusión de poder elegir entre versiones del mismo relato.
Quizá la única resistencia posible sea recuperar el pensamiento lento, el análisis crítico y la capacidad de detener la mirada antes de compartirla.
Porque en un mundo donde todo se comunica, la libertad se mide por lo que aún somos capaces de callar para poder pensar.