La universidad en la UVI: entre crisis y reinvención

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Durante gran parte del siglo XX, la universidad fue un motor de igualdad: accesible, pública y garante de movilidad social. Hoy, ese modelo se tambalea. El artículo “La universidad en la UVI” describe un deterioro acumulado: recortes, precariedad docente, envejecimiento del profesorado y desconexión con la sociedad.

El diagnóstico no es exclusivo de España. Un especial de Nature advierte que en todo el mundo las universidades viven presiones financieras, políticas y tecnológicas. La pregunta es la misma: ¿para qué existe la universidad en el siglo XXI?

El riesgo más grave es la irrelevancia. Una institución que se limite a reproducir burocracias o a perseguir métricas corre el peligro de ser sustituida por plataformas privadas más ágiles. Pero reducir la cuestión a la competencia sería un error: lo esencial es la erosión del vínculo entre conocimiento y sociedad.

La universidad está atrapada entre dos fuerzas: la presión política que recorta su autonomía y la presión social que exige innovación. Si no reacciona, quedará condenada a administrar su propio declive.

Sin embargo, la crisis puede abrir una oportunidad: reimaginar la universidad como un espacio de pensamiento crítico, creatividad y compromiso social, más allá del cálculo inmediato del mercado o la política. Recordar su esencia —ser un lugar de búsqueda y ampliación de lo humano— podría ser también la clave de su futuro.

Somos más lo que aprendemos que lo que heredamos

La evolución humana ya no depende principalmente de los genes, sino de la cultura. Durante milenios, la biología marcó el rumbo de nuestra especie con lentitud, pero hoy son las instituciones, las tecnologías y las ideas las que transforman nuestro modo de vivir en cuestión de décadas o incluso años.

La selección genética actúa sobre individuos; la cultural, sobre grupos. Lo que asegura la supervivencia no es la fuerza individual, sino la capacidad de cooperar, compartir normas y sostener narrativas comunes. La herencia cultural se convierte así en el nuevo código que define nuestra adaptación.

Este cambio trae consigo oportunidades y riesgos. La cultura acelera la innovación, pero también multiplica las fragilidades: una mala idea o una tecnología mal dirigida pueden propagarse globalmente en muy poco tiempo. La rapidez que nos da poder también nos expone a caídas colectivas.

Si aceptamos que el motor evolutivo ha cambiado, surge una nueva responsabilidad ética. Ya no somos simples productos de la naturaleza: seleccionamos y difundimos activamente lo que será legado. Como advirtió Hans Jonas, debemos anticipar los riesgos y responder por el futuro que construimos.

En esta transición, la humanidad se convierte en proyecto abierto: somos los arquitectos de nuestra propia evolución. La pregunta ya no es si cambiaremos, sino si seremos capaces de orientar ese cambio cultural sin destruirnos en el intento.

Por qué abandonar una profesión “de estatus” para ganar serenidad no es renuncia, es inteligencia social

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Una joven con grado universitario abandona la fisioterapia y se pasa a la recogida de residuos urbanos. No por “capricho”, sino porque allí encuentra lo que su profesión “noble” no le ofrecía: mejor salario, horarios más claros, menos ansiedad y, paradójicamente, más reconocimiento cotidiano. El dato desconcierta solo si seguimos midiendo la vida con las viejas métricas del prestigio. Durante décadas repetimos un mantra: estudia, especialízate, acumula credenciales y el mercado te recompensará. Ese relato se ha agrietado. La cadena “título → estatus → renta → tranquilidad” ya no es lineal. Muchos sectores de alta cualificación —sobre todo los vinculados al cuidado— arrastran sueldos bajos, contratos intermitentes y cargas emocionales no reconocidas. La meritocracia formal se mantiene, pero la retribución material no siempre. Y cuando el símbolo deja de corresponderse con la sustancia, la gente racionaliza y cambia de oficio.

Confundimos validación social con bienestar. El reconocimiento es un espejo externo; el bienestar es la temperatura interna. Una sociedad sana ordenaría sus jerarquías por utilidad social y calidad de vida, no por brillo simbólico. La recogida de residuos es un ejemplo perfecto: si se detiene, colapsa la ciudad; su valor sistémico es inmenso, aunque su aura sea modesta. Elegir ese trabajo no es “descender”, es reordenar prioridades: tiempo, sueño, salud mental, ingreso estable y comunidad. Ganamos dinero para comprar tiempo, pero a menudo perdemos el tiempo para ganar dinero. El cambio de esta protagonista revela otra contabilidad: salario psíquico —paz, previsibilidad, autonomía— por encima del salario narcisista del estatus; ritmo circadiano por encima de la métrica de productividad sin límites; impacto tangible y cotidiano por encima de promesas abstractas y diferidas. Cuando el balance vital se calcula con estas unidades, muchas decisiones “irracionales” se vuelven lúcidas.

Cuidar cuerpos, mentes o fragilidades debería ser el corazón ético de la economía; sin embargo, el mercado lo remunera peor que otras tareas más visibles o sindicalmente más blindadas. No es que la recogida de residuos “pague demasiado”, es que el cuidado se subvalora crónicamente. Esta asimetría degrada vocaciones, expulsa talento y nos empobrece como sociedad. La decisión de marcharse no deshonra al cuidado; denuncia su devaluación. También muestra que la vocación ya no es un bloque indivisible. Se puede amar la anatomía y la rehabilitación sin aceptar jornadas fragmentadas y ansiedad permanente. Es una vocación compuesta: preservar el núcleo de lo que nos mueve —comprender, ayudar, trabajar con el cuerpo— y alojarlo en contextos laborales que no destruyan la vida. A veces eso exige migrar de identidad profesional sin traicionarse.

Hemos confundido dignidad con diploma. La dignidad reside en la simetría entre el valor social que produces y las condiciones que te permiten vivir. Los trabajos esenciales —logística, limpieza, mantenimiento— revelaron en la pandemia su centralidad. La memoria colectiva es corta, pero el cuerpo recuerda: volver a casa con la cabeza libre vale más que cualquier aplauso esporádico. No hay nada más filosófico que ordenar la vida para poder estar presente en ella. Lo que observamos hoy son reordenaciones profundas: oficios antes invisibles ganan atractivo por sueldos, turnos y convenios; profesiones “cultas” pierden talento por la precariedad; jóvenes formados exploran rutas municipales o paraestatales con reglas claras; el fin de semana, el sueño y la desconexión recuperan su estatus de bienes de primera necesidad. Todo ello apunta hacia un sindicalismo de la vida: no solo salario, también ritmos, previsibilidad y límites cognitivos.

Llamamos “renuncia” a lo que en realidad es madurez: dejar de vivir para sostener una imagen y empezar a vivir, a secas. La inversión del prestigio no empobrece a la cultura, la purifica. Nos recuerda que el trabajo digno es el que permite una vida vivible, que el título puede decorar una pared, pero el descanso decora los días, y que una ciudad es más justa cuando paga bien a quien la mantiene habitable, y paga aún mejor a quien cuida nuestras fragilidades.

La disciplina invisible que mide una sociedad

Hay una pregunta que se repite, aunque rara vez se formula de manera explícita: ¿por qué unos países avanzan y otros parecen quedarse detenidos, aunque ambos trabajen igual de duro?

La respuesta no siempre se encuentra en los números, sino en las mentalidades. En cómo se organiza el tiempo, en el valor que se da al estudio, en la disciplina que se transmite de generación en generación. Una tarde en una terraza puede ser un signo de libertad, pero también el espejo de un hábito que limita lo que una sociedad espera de sí misma.

España arrastra un problema profundo: el 35% de su población adulta tiene como máximo la ESO, más del doble que la media europea. Este dato no es solo estadística: es una forma silenciosa de condenar a millones de personas a empleos de bajo valor añadido y de restringir la capacidad colectiva para crear sectores productivos sólidos, innovadores y competitivos.

El desfase educativo se refleja en la economía. Aunque la productividad repunta levemente, la distancia con Europa se amplía. Durante décadas, el capital se volcó en ladrillo y especulación, mientras la inversión en intangibles —investigación, software, propiedad intelectual— se posponía. Así, mientras otros países construían futuro, España reforzaba muros.


Pero el problema no es solo estructural, es también cultural. La disciplina no es una palabra de moda, sino un patrón invisible que marca la diferencia entre sociedades que transforman sus hábitos en progreso y aquellas que confunden el esfuerzo con la improvisación. Donde se valora la exigencia escolar, la práctica constante y la seriedad en el trabajo, florecen industrias avanzadas. Donde se tolera el mínimo esfuerzo como norma, se instala un techo de cristal que ni la retórica política ni los ciclos de bonanza consiguen romper.

La conclusión es incómoda: la productividad de un país no nace de las estadísticas, sino de los hábitos cotidianos de sus ciudadanos. No es solo el cuánto se trabaja, sino el cómo se estudia, qué se valora y dónde se pone el dinero. Cambiar esta inercia exige algo más que reformas educativas o incentivos fiscales: requiere una transformación en la manera en que entendemos el tiempo, el esfuerzo y el futuro.

Quizá la verdadera revolución no pase por innovaciones espectaculares, sino por el redescubrimiento de una disciplina compartida: una cultura que enseñe a estudiar con propósito, a trabajar con sentido y a invertir no en ladrillos, sino en horizontes.

Cuando el Estado se convierte en rehén de sus contratistas

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La noticia sobre los problemas de Lockheed Martin y la aparente indiferencia de Donald Trump frente a los sobrecostes del F-35 no es un hecho aislado, sino un síntoma de una lógica más profunda: la progresiva inversión de las relaciones entre Estado y empresa. Allí donde debería existir control y exigencia, se impone la dependencia. El gobierno, en lugar de disciplinar a sus contratistas, se disciplina a sí mismo para sostenerlos.

El relato es conocido: retrasos crónicos, promesas incumplidas, cifras que se duplican y sistemas que se posponen hasta 2031. Sin embargo, la maquinaria no se detiene, porque no puede. El Pentágono está atrapado en un dilema que no es militar, sino político y económico. Romper con Lockheed significaría perder empleos en estados republicanos, erosionar la base electoral de Trump y, quizás lo más grave, reconocer públicamente que la defensa norteamericana descansa sobre pies de barro.

El caso del F-35 ilumina un aspecto que rara vez se expone: la defensa ya no protege, sino que administra dependencias. Cada nuevo contrato, cada incentivo pagado por entregas incumplidas, ahonda la sumisión del Estado a la corporación. Y en esa sumisión se refleja la paradoja de nuestro tiempo: el poder político se sostiene gracias a un gasto militar que no fortalece la seguridad, sino que perpetúa la vulnerabilidad institucional.

Si atendemos a la mirada filosófica, la escena adquiere mayor hondura. Para Bergson, el tiempo de los retrasos es vivido de manera antagónica: el contribuyente lo experimenta como pérdida, mientras la empresa lo convierte en ganancia. Whitehead lo diría de otro modo: estamos frente a un proceso que, en lugar de desplegar eficiencia, produce ineficiencias que se retroalimentan. Y Deleuze nos recordaría que lo que se juega aquí no es un contrato, sino un agenciamiento de poder: un entramado de fuerzas donde el avión es menos importante que la red de dependencias que lo sostiene.

El espejismo es claro: el contribuyente financia una promesa tecnológica que nunca llega a despegar. Y mientras tanto, el verdadero enemigo no está afuera, sino adentro, en la alianza invisible entre política y corporación. La defensa se transforma en una máscara, un relato legitimador de lo que, en el fondo, es un mecanismo de transferencia de poder y recursos hacia quienes ya lo concentran.

Quizá por eso, cada retraso del F-35 es también una metáfora del estado contemporáneo: incapaz de cortar lazos con lo ineficiente porque esos lazos son la urdimbre misma de su supervivencia política. Como decía Bauman, vivimos en una modernidad líquida, y también la defensa se ha vuelto líquida: contratos que se disuelven en sobrecostes, legitimidades que se escurren, promesas que nunca cristalizan.

La pregunta que queda en el aire es inquietante: ¿puede una potencia sostener su hegemonía cuando su aparato militar se ha convertido en rehén de su propia inercia? La respuesta, tal vez, no dependa ya de los aviones, sino de la capacidad de reconocer que la seguridad se erosiona cuando la defensa se transforma en un negocio sin fin.


El declive no es destino, es diseño

Nos dijeron que la seguridad era un nuevo nombre para la paz. Que bastaría con blindar fronteras y presupuestos para dormir tranquilos. Pero la seguridad, cuando se confunde con la aritmética del miedo, no protege: reordena. Cambia el sentido de las palabras y el mapa de las prioridades. Lo urgente, como siempre, se disfraza de inevitable; lo importante, como casi siempre, llega tarde.

Europa envejece como una casa grande sin hijos en los pasillos. Las habitaciones siguen llenas de promesas, pero los recibos aumentan y el salario del hogar no crece. En el comedor, dos sillas compiten por el mismo plato: bienestar y defensa. Y cada discurso que promete alimentar a ambas sin conflicto es, en el fondo, una coreografía que aplaza la pregunta esencial: ¿quién cuida a quién en un continente cansado?

La técnica, nos recuerda Jonas, amplifica nuestra responsabilidad más que nuestra fuerza. Si elegimos armas por encima de aulas, o deuda por encima de tiempo, legamos a los jóvenes una doble herencia: menos derechos y más facturas. Foucault sabía que los regímenes de verdad no se imponen con datos, sino con umbrales: esto es “realista”, aquello es “utópico”. Gramsci lo llamaría hegemonía: la normalidad que se fabrica desde arriba y se repite desde abajo hasta parecer sentido común.

Pero el declive no es una ley; es un diseño. La entropía social no es destino, es falta de arquitectura. Podemos aceptar la gramática del recorte perpetuo o escribir otra sintaxis: productividad con dignidad, defensa con Europa —no contra Europa—, bienestar como inversión en tiempo humano. La pregunta no es si habrá menos, sino cómo haremos para que lo que quede valga más: menos ruido contable, más inteligencia distribuida; menos promesa, más vínculo.

Quizá el futuro europeo se juegue en un gesto íntimo: elegir el cuidado como criterio de eficiencia. No para gastar sin medida, sino para medir de otro modo. La seguridad que merecemos no es la que se compra a gritos, sino la que se construye en silencio: confianza, instituciones sobrias, tecnología con propósito. De lo contrario, seguiremos confundiendo la lámpara con la luz y el presupuesto con la vida.

El trabajo vigilado y la erosión de la confianza

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El despido de mil empleados por parte de un gran banco brasileño, tras meses de monitorización digital durante el teletrabajo, no es solo un acontecimiento económico ni laboral. Es, ante todo, un síntoma filosófico de nuestra época.

La promesa inicial del teletrabajo era la autonomía. El trabajador, liberado de la rigidez del espacio físico, podía reconciliar la vida personal con la productividad. Sin embargo, esa promesa se desvanece cuando la confianza se sustituye por algoritmos que cuantifican movimientos de teclado y ratón. La casa, que antes era refugio, se convierte en una extensión invisible de la oficina; cada segundo frente a la pantalla se mide como si la existencia misma pudiera reducirse a un flujo de datos.

Lo inquietante no es solo la vigilancia, sino la redefinición del valor humano. La productividad, entendida como presencia digital, se confunde con la contribución real. Leer, pensar, reflexionar, tareas esenciales para cualquier trabajo complejo, no generan rastro inmediato en los sistemas. En ese vacío, el trabajador deja de ser sujeto de confianza y se convierte en objeto sospechoso, permanentemente en deuda con la máquina que lo observa.

Foucault habló del panóptico como metáfora del poder disciplinario. Hoy, el panóptico ya no necesita torres ni muros: basta con el software silencioso que registra cada pulsación, cada pausa. Lo que antes era vigilancia visible, que generaba resistencia, ahora es control íntimo, interiorizado. La mirada del supervisor ya no viene de afuera, sino que se implanta dentro del propio trabajador, que vive pendiente de no ser considerado improductivo por un algoritmo opaco.


Este desplazamiento revela una transformación más profunda: la erosión de la confianza como principio de organización social. Una empresa que necesita controlar a sus empleados minuto a minuto ya ha fracasado en construir un vínculo ético. Del mismo modo, una sociedad que normaliza la vigilancia como condición de pertenencia degrada la libertad en nombre de la eficiencia. El trabajador vigilado no es un colaborador, sino un engranaje cuya dignidad se mide en porcentajes de conexión.

El problema no es solo técnico o legal; es ontológico. Si aceptamos que la esencia del trabajo se reduce a lo cuantificable, acabaremos creyendo que lo humano mismo es solo aquello que puede medirse. La creatividad, la pausa reflexiva, el gesto invisible de ayuda a un compañero, desaparecerán de la ecuación. Y con ellos desaparecerá también la dimensión más rica de la experiencia laboral: la de ser reconocido como sujeto y no solo como recurso.

Quizá lo que está en juego no es la productividad, sino el sentido del trabajo en la era digital. ¿Es el trabajo una forma de alienación más sofisticada, con algoritmos en lugar de capataces, o puede convertirse en un espacio de confianza mutua, donde la tecnología libere en lugar de encadenar? La respuesta aún está abierta. Pero cada despido masivo sustentado en métricas opacas nos recuerda que, en esta encrucijada, no se trata de elegir entre eficiencia y pereza, sino entre un futuro gobernado por la sospecha y otro sostenido por la confianza.

El joven presume de posibilidades; el mayor, de realidades

Toda vida humana se despliega entre dos polos: el horizonte de lo posible y el inventario de lo realizado. La juventud se reconoce en el primero, la vejez en el segundo. Entre ambos, se extiende el arco de la existencia, un espacio de tránsito donde cada individuo negocia constantemente con el tiempo, la esperanza y la memoria.

El joven presume de posibilidades porque vive aún en el terreno de lo abierto, de lo indeterminado, de aquello que todavía puede ser. El futuro se le presenta como un terreno fértil y casi infinito donde sembrar proyectos, conquistar sueños y reinventar destinos. La juventud no necesita pruebas; basta con el ímpetu, con el brillo del “todavía no” que late en su pecho. De ahí que su orgullo sea exhibir puertas aún sin abrir, caminos aún por recorrer, promesas aún intactas. Su capital es la abundancia de lo que podría ser, aunque muchas veces no llegue nunca a concretarse.

El mayor, en cambio, ya no presume de lo que podría ser, sino de lo que ha sido. Su fuerza no reside en lo abierto, sino en lo consumado. La experiencia le ha enseñado que las posibilidades se reducen con cada estación y que el porvenir no siempre concede segundas oportunidades. Así, su orgullo no se sostiene en el “puedo”, sino en el “he sido”, en lo vivido y lo encarnado. Para él, el tiempo no es un crédito ilimitado, sino un archivo de realidades que ya han pasado por el filtro de la existencia. La realidad se vuelve más valiosa que la posibilidad porque lo real es lo único que resiste al desgaste del tiempo.

Pero hay aquí una tensión filosófica más profunda. ¿Qué es más valioso: la posibilidad que abre mundos o la realidad que los fija? En cierto sentido, la posibilidad es la esencia de la libertad, pues contiene en germen todo lo que podría llegar a ser. Sin posibilidad, no hay movimiento ni novedad. Sin embargo, la realidad es lo que da peso y consistencia a la vida: lo realizado nos define más que lo soñado, porque solo lo que se ha hecho deja huella. El joven porta el fuego del devenir; el mayor, la certeza de haber sido. Ambos extremos se necesitan, pues sin posibilidad, la vida sería repetición estéril; sin realidad, sería pura ilusión.

La cita revela también una trampa: el joven, al presumir de posibilidades, confunde muchas veces la potencialidad con el mérito. Cree que el simple hecho de “poder ser” ya constituye un valor. El mayor, por su parte, puede caer en la soberbia de aferrarse demasiado a sus logros pasados, olvidando que la vida aún reclama movimiento y no solo recuerdo. En este sentido, tanto la posibilidad como la realidad pueden degenerar en vanidad: la del que presume de lo que nunca llegará a hacer y la del que presume de lo que ya no volverá a repetirse.

La verdadera sabiduría estaría en conciliar ambos registros: en ser joven en la apertura y mayor en la concreción. Esto significa conservar el ímpetu de la posibilidad sin olvidar la responsabilidad de llevarla a la realidad. Significa no rendirse a la inercia de lo ya hecho, pero tampoco perderse en la fantasía de lo irrealizable. Significa vivir el presente como la única intersección donde la posibilidad se transforma en realidad.

Al final, el joven y el mayor no son edades, sino dimensiones coexistentes en cada uno de nosotros. Siempre habrá algo posible que aún no hemos explorado y siempre habrá algo real que ya nos constituye. Quien logra reconocerlo entiende que la vida no es presumir, ni de futuros ni de pasados, sino sostener la humilde grandeza de haber tejido posibilidades en realidades.