Toda vida humana se despliega entre dos polos: el horizonte de lo posible y el inventario de lo realizado. La juventud se reconoce en el primero, la vejez en el segundo. Entre ambos, se extiende el arco de la existencia, un espacio de tránsito donde cada individuo negocia constantemente con el tiempo, la esperanza y la memoria.
El joven presume de posibilidades porque vive aún en el terreno de lo abierto, de lo indeterminado, de aquello que todavía puede ser. El futuro se le presenta como un terreno fértil y casi infinito donde sembrar proyectos, conquistar sueños y reinventar destinos. La juventud no necesita pruebas; basta con el ímpetu, con el brillo del “todavía no” que late en su pecho. De ahí que su orgullo sea exhibir puertas aún sin abrir, caminos aún por recorrer, promesas aún intactas. Su capital es la abundancia de lo que podría ser, aunque muchas veces no llegue nunca a concretarse.
El mayor, en cambio, ya no presume de lo que podría ser, sino de lo que ha sido. Su fuerza no reside en lo abierto, sino en lo consumado. La experiencia le ha enseñado que las posibilidades se reducen con cada estación y que el porvenir no siempre concede segundas oportunidades. Así, su orgullo no se sostiene en el “puedo”, sino en el “he sido”, en lo vivido y lo encarnado. Para él, el tiempo no es un crédito ilimitado, sino un archivo de realidades que ya han pasado por el filtro de la existencia. La realidad se vuelve más valiosa que la posibilidad porque lo real es lo único que resiste al desgaste del tiempo.

Pero hay aquí una tensión filosófica más profunda. ¿Qué es más valioso: la posibilidad que abre mundos o la realidad que los fija? En cierto sentido, la posibilidad es la esencia de la libertad, pues contiene en germen todo lo que podría llegar a ser. Sin posibilidad, no hay movimiento ni novedad. Sin embargo, la realidad es lo que da peso y consistencia a la vida: lo realizado nos define más que lo soñado, porque solo lo que se ha hecho deja huella. El joven porta el fuego del devenir; el mayor, la certeza de haber sido. Ambos extremos se necesitan, pues sin posibilidad, la vida sería repetición estéril; sin realidad, sería pura ilusión.
La cita revela también una trampa: el joven, al presumir de posibilidades, confunde muchas veces la potencialidad con el mérito. Cree que el simple hecho de “poder ser” ya constituye un valor. El mayor, por su parte, puede caer en la soberbia de aferrarse demasiado a sus logros pasados, olvidando que la vida aún reclama movimiento y no solo recuerdo. En este sentido, tanto la posibilidad como la realidad pueden degenerar en vanidad: la del que presume de lo que nunca llegará a hacer y la del que presume de lo que ya no volverá a repetirse.
La verdadera sabiduría estaría en conciliar ambos registros: en ser joven en la apertura y mayor en la concreción. Esto significa conservar el ímpetu de la posibilidad sin olvidar la responsabilidad de llevarla a la realidad. Significa no rendirse a la inercia de lo ya hecho, pero tampoco perderse en la fantasía de lo irrealizable. Significa vivir el presente como la única intersección donde la posibilidad se transforma en realidad.
Al final, el joven y el mayor no son edades, sino dimensiones coexistentes en cada uno de nosotros. Siempre habrá algo posible que aún no hemos explorado y siempre habrá algo real que ya nos constituye. Quien logra reconocerlo entiende que la vida no es presumir, ni de futuros ni de pasados, sino sostener la humilde grandeza de haber tejido posibilidades en realidades.